—¡Marta, Marta! Buenas tardes; ¿tiene un minuto?
Es viernes: acabo de salir del curro, llego tarde a la presentación de la novela de mi amiga, ¡y un individuo viene hacia mí desde el otro lado de la calle!
—¿Perdone, me habla a mí? —Sospecho que ese señor quiere venderme algo, y preparo una batería de excusas para zafarme de él a toda velocidad; pero, a la vez, me percato de que me ha llamado por mi nombre y de que va muy bien vestido. Eso me intriga.
—¡Pues claro!, ¿es que ve a alguien más aquí? Perdone que la aborde en medio de la calle, pero tengo que hablar con usted.
Miro a mi alrededor; tiene razón: de casualidad, estamos los dos solos.; aún así, intento escabullirme.
—¡Oiga, no lo conozco de nada, y tengo mucha prisa! No me puedo entretener, ¡déjeme pasar! —le increpo sin cordialidad mientras lo esquivo igual que un jugador de fútbol regatea a su contrario. Sin embargo, logra detener mi marcha cuando su brazo se interpone ante mí.
—¡Un momento, por favor!, solo le pido que escuche lo que vengo a exponerle —insiste, con educada determinación.
—¿Que no me puedo ir… ? ¡O se aparta usted de mi camino, o llamo a la policía! —Le lanzo un órdago poco convincente y, antes de que yo pueda sacar el móvil de mi bolso, añade:
—Perdón, no es mi intención molestarla; Prudencio me ha dicho que me escucharía.
¡¿Prudencio?! Me freno en seco: solo conozco a una persona con ese nombre, pero hace mucho que no sé nada de él.
Prudencio era vecino del bloque donde pasé mi niñez; recuerdo que vivía con su madre alcohólica, y con su padre (cuando no estaba en la cárcel); su futuro no parecía muy prometedor. No había vuelto a pensar en ese muchacho triste, apocado, delgado y sucio desde entonces. Ambos teníamos la misma edad y solíamos resguardarnos bajo la escalera del portal, en un hueco apartado y allí, cada tarde, compartía mi merienda con él.
—¿Qué tipo de propuesta? —indago con disimulado interés.
—Me ha dicho que, al saber quién me envía, usted ya comprendería.
Un silencio, más extenso de lo que podría tolerar sin sentirme incómoda, se instala entre ese desconocido y yo.
—Sí, me hago una idea… pero no doy crédito.
A los nueve años, éramos inseparables. Prudencio apenas paraba en su casa; se pasaba el día conmigo o en la calle, donde todas la vecinas lo conocían y lo protegían. Ellas le daban de comer, le regalaban camisetas viejas o chándales parcheados que sus hijos ya no usaban; que yo sepa, nunca había estrenado ropa pero, para él, estos eran sus mejores regalos. Peor alternativa era estar en su casa, con su madre (o, al menos, eso me solía confesar entre lágrimas). Uno de esos lejanos días, me cogió de la mano, me miró serio a los ojos y me dijo:
—Marta: eres la chica más guapa del mundo; quiero que seas mi esposa. Yo ahora no puedo, (soy pobre) pero, cuando cumpla cincuenta años, te buscaré y me casaré contigo. Creo que me dará tiempo —afirmó muy seguro de lo que decía, mientras se rascaba su enmarañado cabello—, ¡te lo prometo!
Yo acepté encantada, aunque me parecía que, a los cincuenta, los dos ya seríamos muy viejos (nuestros padres ni siquiera tenían cuarenta, y los veíamos como unos ancianos).
Al año de aquella solemne oferta, a mi familia le cambió la vida, y nos trasladamos a otra zona de la ciudad. Como era muy niña, me olvidé de él (por descontado, también de su infantil propuesta), y seguí con mi vida.
—¿No estará hablando en serio? —interrogo incrédula al extraño, cuando regreso al presente.
—Mire, aquí tiene mi tarjeta: soy el abogado de Don Prudencio. Como veo que tiene prisa, si le parece, la emplazo a reunirse con él este próximo lunes; aquí verá la dirección. ¿Le va bien a las cinco de la tarde? —No confirmo mi asistencia, porque sigo en estado de shock—. Que tenga un buen fin de semana, y muchas gracias por su atención.
¿Por qué he acudido? Supongo que mi interés por resolver este rompecabezas es mayor que mi sensatez; antes de que pueda arrepentirme, llamo a la puerta:
—¡Hola, Marta!, pasa, pasa; gracias por venir.
—Hola, ¿de verdad que eres… Pru… ?
—¡Sí, sí, Prudencio! Pasa, no te quedes ahí; por favor, ponte cómoda. —El hombre que me recibe es alto, elegante, muy bien formado, educado; huele bien.
—Prudencio, ¿es una broma? ¡No estoy acostumbrada a estas cosas!
—Lo sé, conozco todo sobre ti; estoy aquí para cumplir con mi juramento.
—Hace mucho que te liberé de este.
—Yo nunca lo he hecho: todo lo que he conseguido a lo largo de este tiempo, ha sido para cumplir con el voto que te hice aquel día de hace cuarenta años.
—Pero, Prudencio… no me conoces… no te conozco; ¡es una locura!, hace siglos de aquello; éramos unos niños, no suponía que fueras en serio.
—Nunca te he olvidado y, por supuesto, nunca he olvidado mi promesa; quizá, sea un disparate, no te lo discuto. Dime: ¿tienes algo mejor que hacer?, ¿te espera alguien en casa?
—No… y, y… no.
—Haz un repaso a lo que ha sido tu trayectoria hasta ahora, ¿quieres vivir lo que te queda, igual o mejor?
—Pero, no…
—Pero, sí; mírame a los ojos y dime que no confías en mí ¿Te atreves a vivir una aventura, o prefieres lamentarte el resto de tu vida por no haber tenido el valor suficiente para cambiarla?
—Es que no imagino lo que me propones.
—Te ofrezco un punto de inflexión; una oportunidad de cumplir tus sueños, a mi lado.
—¿Por qué ahora?
—Porque ya tenemos cincuenta años, llevo toda la vida preparándome para este instante, y es el momento de cumplir con lo pactado.
Reflexiono en silencio: mis relaciones han sido siempre un fracaso; mi trabajo como teleoperadora es tedioso y nada estimulante. Estudié historia del arte; mi sueño ha sido visitar los museos del mundo; pasear por Petra, caminar entre las pirámides de Egipto… pero, nunca lo he hecho. Por otro lado, y en rigor, no puedo afirmar que sea un total desconocido…
El hombre me mira con ojos alegres, sinceros; diría que, incluso, esperanzados y con un punto de ternura. Los recuerdo tal cual los veo ahora, y rememoro esos felices días que pasábamos jugando a que éramos intrépidos exploradores tipo Indiana Jones.
Pasamos la tarde entre charlas, bromas y recuerdos agridulces; parece que nunca nos hemos separado (es una sensación rara). Me relata que, desde que dejamos de tener relación, al poco de marcharme del barrio, las vecinas denunciaron a sus padres por abandono y perdieron su custodia. Pasó un tiempo de familia en familia de acogida hasta que, a los quince, una pareja de sesenta años sin hijos, lo adoptó y le brindó una oportunidad que él supo aprovechar. Estudió Derecho Internacional y se labró un futuro en una multinacional con un cargo directivo.
Prudencio nunca olvida una promesa, mucho menos la que me hizo a mí (según él: la que le hizo a la mujer de su vida). No paró de buscarme desde que tuvo posibilidades y, cuando dio conmigo, determinó no interferir en mi vida hasta que, los dos, tuviéramos cincuenta años (aún arriesgándose a que yo construyera mi futuro con otra persona).
Jamás me he caracterizado por tener las cosas claras; la toma de decisiones no es mi fuerte (imagino que es por este motivo por el que sigo trabajando en mi nada estimulante empleo). Ha pasado una semana, todavía no le he dado una respuesta y él sigue esperando (no sé hasta cuándo); soy consciente de que las oportunidades, igual que llegan, desaparecen. La vida pasa y he recorrido más de la mitad de la mía, y me pregunto: ¿quiero seguir como hasta ahora?
1 comentario en “La promesa olvidada”
Otro que me ha encantado!!! Escucharlo es maravilloso.