Una anomalía resuelta

Una mañana más; otro día que comienza incontestable, implacable. Otra jornada en la que abro lo ojos, en la que sigo vivo. Y, ¿por qué?, ¿para qué? Solo le pido una cosa al destino, a la providencia o a la maldita suerte: acabar de una vez. ¡Pero, no!, sigo despertando un día tras otro. Las horas, los minutos, los segundos que consumo sin ilusión, sin energía, sin valor para quitarme yo mismo el aire que respiro, me recuerdan, como un martillo pilón en mi cerebro, que soy culpable y que debo cumplir la penitencia de seguir en este mundo.

El despertador suena sin piedad; me dice: ¡Pedro, desgraciado, espabila ya!. Si supiera que desde hace un buen rato estoy con los ojos de par en par por el dichoso dolor de cabeza, quizá dejaría de sonar con esa vengativa pertinacia. Este puto dolor que, con obstinación, me acompaña en cada gesto, en cada parpadeo; otra tortura más que merezco.

Desde que sucedió todo, nada ha vuelto a ser igual; yo no he vuelto a ser el mismo. ¡Menuda pieza era!, menudo capullo sin escrúpulos y, ¡qué injusta la vida!, que me obliga a seguir deambulando por un orbe al que aborrezco tanto como este a mí. ¿Qué hubiera dado porque las cosas hubieran salido de otra manera, porque me hubiese dado cuenta de mi error a tiempo? En cualquier caso, ya han pasado tres años: hoy, precisamente, se cumple el tercero.

Después de volver a la realidad desde un sucio rincón de mi mente en el que me escondo, como siempre, regreso al trabajo decepcionado y reo de mi propia conciencia por haber presenciado otro amanecer. Salgo de casa y, a paso lento, arrastro los pies rumbo a la oficina. Hasta hace tres años mi cuerpo era mi religión; evitaba utilizar el coche, hacía ejercicio; me hinchaba de orgullo al sentir la admiración de mis amigos por mi estado físico y me empoderaba saber que cualquier mujer podía caer rendida en mis brazos. Pero hace tres años que no me he vuelto a conceder el placer de disfrutar de nada: ni del deporte y, ni mucho menos, del dulce tacto de la piel de una dama.

Cuando llego a la oficina, un detalle no me cuadra: he de que empujar la puerta de acceso al hall del edificio y este gesto me obliga a prestar atención a esta sencilla acción. Es algo absurdo, pero mi empresa sustituyó esta puerta por una automática hace algún tiempo. Esta es la antigua, la que habían retirado (o, al menos, eso es lo que me parece), ¿cómo es posible?

¡Bah!, me da igual; aunque algo desconcertado, vuelvo a mi rutina y mientras flagelo mi juicio con pensamientos sangrantes y dolientes, me dirijo a mi puesto cabizbajo, sin saludar a nadie, porque me da vergüenza levantar la vista.

—¡Hola Rodríguez! ¿Cómo te va?, tienes mala cara. ¿Tuviste juerga ayer, bribonazo?

—¿¡Vázquez…!?

La voz que me saluda amistosamente no me es ajena; me he sobresaltado, porque no la había escuchado desde hacía tres años y en un contexto bastante diferente. Convencido de que me estoy volviendo loco, no le contesto de primeras; no puede ser real y sigo con lo mío. Supongo que mi dolor de cabeza me provoca alucinaciones: primero, la puerta de entrada al hall; ahora, la voz de Vázquez, muerto desde hace tres años… por mi culpa.

—Te has quedado blanco tío, ¡parece que hayas visto un fantasma! —Al volver a escuchar su risueña voz, me atrevo a levantar la mirada: un vuelco en el corazón me obliga a tomar asiento y, como la cabeza me da vueltas, me agarro con fuerza a la silla. Sencillamente, no puede ser verdad lo que tengo delante de mí. Estoy delirando; la paranoia, la esquizofrenia, o cualquier enfermedad mental, que me hace ver lo que no es real, definitivamente se ha instalado en mi cerebro: ya comprendo, caprichoso y cabrón destino: ¡este es mi verdadero castigo!, el que, sin duda me merezco: tener delante de mis narices a la persona a la que he matado hablándome con aparente compadreo, como si no hubiese pasado nada.

—¡Chico!, ¿estás enfermo? —El fantasma de Vázquez me toca en el hombro, ceño fruncido, cara de circunstancia, ojos escudriñadores.

—¿Qué día es hoy? —Con cautela, miro a mi alrededor y observo que nadie está pendiente de mí o, más bien, de nosotros. Le hago esa pregunta absurda a mi trastornada mente para seguir su juego; a pesar de que aún siento sus dedos en la zona que me ha tocado, decido aferrarme a la única explicación que tengo para estar hablando con mi difunto amigo: estoy soñando.

—Catorce de febrero de 2018, ¿por?

—¡No puede ser!

—¡Eh!, ¿estás bien?

Aunque Vázquez intenta retenerme, me levanto con inusitada agilidad y, a paso acelerado, me dirijo a los aseos tratando de mantener la compostura; me choco con un compañero que lleva un portafolios que sale disparado por el aire y todos sus documentos se desparraman por el suelo. Aunque me increpa, no me paro a ayudarlo, no puedo; todavía resuena en mis oídos la pregunta que me ha formulado Vázquez. No, por supuesto que no estoy bien; desde hace mucho que no lo estoy, pero esto es la puntilla.

Me he mareado, siento nauseas y este dolor crónico que, desde aquel fatídico día, forma parte de mí, se ha vuelto insoportable: mis sienes palpitan con tal fuerza que creo que están a punto de estallar. Me pellizco el brazo: me duele; aterrado deduzco que estoy bien despierto. A duras penas me lo puedo creer: por algún motivo, he vuelto al pasado, al día de autos, cuando todo se derrumbó ante mí: catorce de febrero de 2018.

Encerrado en uno de los baños, sentado sobre el inodoro, sudo por cada pelo una gota; sudor frío, pastoso, propio del miedo y de la culpa, pero trato de controlar la respiración y comienzo a serenarme. Cierro los ojos, el corazón me late al ritmo de mi nuca, o quizá sea al revés; los pitidos me atronan (tinnitus que me acompañan cuando reina el silencio, aunque, yo ya no sé lo que es eso) y rememoro, por enésima vez, todo lo que ocurrió aquel maldito día de los enamorados: la llamada desesperada de mi amigo acusándome entre lágrimas de ser el culpable de la muerte de Sandra, su esposa. A gritos, me recriminaba el acoso inmisericorde para meterla en mi cama y lo mezquino que fui con él.

Yo nunca he querido tener pareja; he sido infiel por naturaleza, ¿mi diversión en la vida?: tirarme a las mujeres y novias de mis compañeros y amigos. Me daba mucho morbo; pensaba que estaba por encima del bien y del mal.

La vida me sonreía: guapo, buen trabajo, cochazo, caprichos, nada de ataduras, ¡un soltero de oro! Cuando me apetecía compañía, recurría a alguna amiga que estuviera libre ese día; prefería a las casadas o con pareja (Lucía, la novia de Quique, el informático; Irma, la esposa de Gómez, el de contabilidad; Lorena, prometida de Juan, del equipo de baloncesto del barrio… ). De esa manera no me intentaban camelar con el rollo del altar o de la familia. Ellas accedían gustosas; a veces se hacían de rogar, como fue el caso de Sandra, pero al final, caían lascivas y entregadas en mi red. Esta circunstancia reafirmaba mi creencia de que la fidelidad estaba sobrevalorada.

Pero Vázquez, poseído por la rabia, enajenado estranguló a Sandra aquel catorce de febrero al enterarse de que lo había engañado conmigo; y, después de confesarme su horrible crimen, saltaba por la ventana, aún con su teléfono en la mano. De esa manera, pude escuchar sus gritos desesperados mientras caía al vacío hacia su funesto final.

¿Es posible que el destino me esté dando otra oportunidad?, ¿que me haya traído de vuelta al pasado para evitar el dolor que causé? A pesar de que los nervios me tienen agarrotado, tengo un momento de lucidez y tomo una decisión. Mis manos tiemblan de tal manera que casi se me cae el móvil al suelo; lo sujeto con una, y con la otra marco un número que no he podido olvidar y del que tantas veces he maldecido por haberlo utilizado.

—¡Pedro!, ¿sigue en pie lo de la comida, verdad?

—¡Sandra! —oír de nuevo su voz, saber que está viva, me llena de esperanza. Una punzada de dolor en el pecho me impide hablar y procuro respirar hondo. Continúo—. Sé que no te pillo en buen momento y que habíamos quedado para almorzar; Sandra… no me esperes: no voy a ir. En realidad, todo esto ha sido una estupidez, un error; necesito que lo olvides. Te pido perdón.

—No te entiendo. Tanto has insistido y, ¿ahora?, ¡me vienes con esas! ¿Sabes lo que te digo?: ¡vete a la mierda! —Estas palabras suenan en mi interior a gloria bendita. Me da lo mismo quedar mal y que no vuelva a hablarme en la vida; a cambio, estoy seguro de que acabo de evitar la muerte de tres personas; la mía también.

Al cabo de un rato guarecido como una sabandija en el baño, consigo mantener la suficiente calma como para salir; mi estado sigue siendo lamentable y decido tomarme el día alegando migraña (no es mentira). Aunque Vázquez se acerca para interesarse por mi estado de salud, lo despacho con monosílabos y con el compromiso de llamarlo más tarde para que se quede tranquilo.

Apenas salgo a la calle, y respiro una bocanada de aire fresco, mi ánimo mejora: ¡he reparado el daño! Quizá ahora pueda descansar. Volveré a casa caminando por el parque pero, esta vez, disfrutaré del efímero arcoiris que se forma cuando la luz de la mañana incide sobre el agua de la fuente; también, de las eternas discusiones entre los jubilados que juegan a la petanca; de la conocida melodía que toca un músico de la calle con su guitarra. Me sentará bien.

Los rayos del sol, que asoman entre dos edificios, me deslumbran cuando cruzo la calle principal hacia la dirección elegida, y me impiden ver a un coche negro que, a gran velocidad, circula por esta. Lo último que escucho es el pitido obstinado, plano y constante del aparato que mide mi pulso y que anuncia que nada se puede hacer por mí.

Mi último pensamiento se lo dedico a la ironía: al final va a ser verdad, y el destino nos pone a todos en nuestro lugar aunque, para eso, deba reescribir el pasado.

 

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