Absurdas certezas

 

Certeza nº1: de siempre, he vivido sola y me quedan cuatro años para la jubilación.

Certeza nº2: he olvidado hace tiempo el número de hombres con los que he follado. Sí sé los novios que he tenido y dos, son las veces que me han pedido en matrimonio.

Ya no es certeza: soy heterosexual.

Qué razón tiene Kiko Veneno cuando canta: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida… Esa sí que es una realidad, porque yo pensaba que nada me asombraría ya, y menos, que mi mundo de certidumbre se pondría patas arriba como se ha puesto. Y me alegro de que no haya sido así, sí, sí: eso significa que corre sangre por mis venas (y no horchata).

Todo comenzó el día en que una nueva inquilina se instaló en el piso que hay frente al mío. Yo no soy cotilla, pero la novedad… ya se sabe ¿no?. Mi habitación da a un patio de luces y justo frente a mi mirador está el suyo. Ella debía tener unos años menos que yo; en apariencia vivía sola, porque no se escuchaba a nadie más que a ella cantando o hablando con su gato. Estaba entrada en carnes, al igual que yo; por eso pensé que podríamos ir juntas a andar, bueno, eso fue una cavilación fugaz, algo que se me pasó por la cabeza, nada más, una tontería. Coincidíamos cuando tendíamos la colada y, mientras, hablábamos del tiempo (más que nada por cortesía). Creo que la caía bien porque siempre sonreía y trataba de ser amable conmigo.

El primer día que se desnudó en su cuarto, con las luces encendidas y las cortinas abiertas de par en par, pensé que se había despistado. Yo en ese momento había ido a mi alcoba a guardar unas prendas que acababa de planchar y, antes de dar al interruptor, miré hacia el frente y la vi. Me quedé quieta, agazapada en una esquina para que no me descubriera y desde ahí, avergonzada, la observé largo y tendido sin poder retirar la vista.

Su cuerpo celulítico era del todo imperfecto; sus caídos pechos descansaban sobre una incipiente barriga; según los cánones de belleza actuales, estaba fuera de la norma, como yo. Pero eso no la parecía importar ¿y por qué habría de hacerlo? Me pareció que, durante un instante, miraba de reojo como si hubiese descubierto mi posición y una desazón en el bajo vientre dejó patente mi excitación; ¡no me lo podía creer!, parecía que tuviera dieciocho años y las hormonas disparadas. Me abochorné muy turbada y volví al salón, para seguir viendo el concurso de turno, estaba muy perpleja por lo que acababa de sentir.

No me acuesto con nadie desde que lo dejé con Rodri (un excompañero de trabajo que quedó viudo; él quería avanzar en nuestra relación, porque no llevaba muy bien la soledad), de eso hace ya ocho años. Desde entonces, mi apetencia sexual ha ido decayendo hasta que ha desaparecido sin que para mí haya sido un drama; pero con mi vecina… con mi vecina mi cuerpo ha despertado de un letargo al que lo había enviado sin echarlo de menos ni una sola vez.

Desconcertada, todas las noches a las doce, como si lo hubiésemos pactado, esperaba tras mis cortinas a que su luz se enciendiera. Puntualmente, frente a mi ventana, ella se insinuaba quitándose la ropa despacio, hasta que, en una ocasión, cuando se estaba acariciando los pechos, y sus ojos no retiraban su mirada del frente, justo en el punto donde se ubica la oscuridad de mi cuarto, sin premeditarlo, encendí la luz de la mesilla y yo también quedé al descubierto. Ella sonrió, aunque no parecía sorprendida. Así, comencé a imitarla: me quité la blusa, después la falda; con torpeza, dejé resbalar el sujetador al suelo y por fin, mis bragas cayeron junto a mis pies. Expectante rendí bandera ante ella y, desnuda frente a mi vecina, inicié un placentero vuelo… aunque nunca creí haber estado enjaulada. Allí estábamos las dos: sin tapujos, sin secretos; mis manos eran las suyas y al revés. La dediqué mi placer y sentí el suyo, como si mis propios dedos hubieran sido los artífices de tal acontecimiento.

Después de aquel primer día nos vimos varios más, hasta que, desde el patio, una tarde (mientras aireaba la ropa), la invité a merendar a mi casa. Ella no se hizo esperar y, una vez enfrentadas las dos, sorteado el obstáculo invisible entre las dos ventanas, como ansiosas colegialas, descubrimos la textura de nuestros labios, el tacto de nuestra piel, la calidez de nuestro sexo. Nunca había bebido de un grial tan dulce; jamás lo hubiera esperado… hasta que esa mujer se hubo instalado en el piso de enfrente.

Ella me confesó que siempre supo de su condición, pero hasta que no enviudó y marchó de su antiguo barrio, no tuvo el coraje de aceptarse tal y como era; también me dijo que, nada más verme, se había enamorado de mí…

Certeza nº3: amo a mi vecina; me sobran las etiquetas.

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