El alto y desgarbado hombre miraba hacia el cielo; con el ceño fruncido sobre sus ojos azules y acuosos, atravesaba la plaza a paso acelerado: cuando dio con el lugar adecuado, la oscuridad ya impedía distinguir los colores. Era invierno y sus huesos lo avisaron de que otra noche al raso, sería preludio de largas jornadas con dolor de articulaciones.
Había llegado desde Berlín a Madrid hacía dos años, con lo puesto. Entonces comenzó a mendigar, pero siempre volvía al aeropuerto para dormir; era duro recorrer la distancia hasta la ciudad por que empujaba un pesado carro de maletas en el que acumulaba la ropa que obtenía de equipajes abandonados. Así, en invierno descansaba caliente; en verano no sufría el calor; tenía un baño cerca donde podía asearse y no corría riesgo de ser atacado o de sufrir un robo. La seguridad del recinto parecía no tener problemas con su presencia, si él pasaba desapercibido; eso duró cierto tiempo.
Un día, los mismos vigilantes de seguridad que lo ignoraban, lo obligaron a abandonar su refugio. Alegaron que eran órdenes de arriba; el aeropuerto debía mostrar buena imagen: su carrito y su mugrienta ropa, no encajaban en la foto. Cuando salió y dejó atrás su zona segura, ya era de noche. No tenía ni idea de dónde podría cobijarse y sintió algo que jamás había experimentado: miedo.
Tenía setenta años, era teutón, nunca quiso vivir de manera convencional y lo hizo a su aire, sin ataduras. No buscó trabajo fijo, aunque sí aprendió el oficio de carpintero: en Reinhausen, su ciudad natal, ejerció como aprendiz y después recorrió el país vestido con la indumentaria típica de ese oficio, mientras realizaba trabajos esporádicos; pero no se quedaba mucho tiempo en ningún lugar. Cuando se notó viejo para aguantar el frío alemán, decidió viajar a España y establecerse en un lugar más cálido. Su edad lo acobardaba y, a pesar de que no pensaba en el futuro, empezó a hacerlo, cuando lo obligaron a abandonar la zona aeroportuaria.
Atemorizado, recorrió con premura un barrio cercano; buscó cajeros automáticos, portales, garajes, paradas de autobús… ningún lugar lo convencía. No se imaginaba echando sus mantas y algunos cartones, que había conseguido rebuscando en los contenedores de basura, al suelo y dormir a pierna suelta en algún sitio; le parecía aterrador, pero no tenía más remedio que hacerlo, aunque la idea lo desvelara. Por fin, encontró un rincón poco transitado en una zona algo retirada y allí, improvisó su dormitorio. Esa noche no consiguió conciliar el sueño: entre el frío, la humedad y el pavor ante alguien que pudiera llegar para robar lo poco que tenía… le fue imposible: escuchaba todo, cualquier ruido lo ponía en alerta y si oía pasos, era peor.
—Por la noche, los sonidos cambian ¿sabes?—contaba su amigo, que había muerto congelado en Berlín, hacía tres años—. La ciudad tiene su propia voz; la puedes escuchar durante unas pocas horas y no todos los días; los ruidos ensordecedores de bocinas, las personas que hablan por el móvil a gritos, los ladridos de las mascotas, los motores… son sustituidos por otros diferentes.
—Nunca he dormido al raso.
—Espero que no tengas que hacerlo.
La voz de su amigo retumbaba, con las mismas palabras: “espero que no tengas que hacerlo”, toda la noche en su cabeza. Después de «acomodarse», sintió cerca de su oreja algo que se movía con rapidez, que lo sobresaltó. Encendió una linterna y, horrorizado, descubrió dos cucarachas en el lugar donde tenía apoyada la cabeza; no había caído nunca tan bajo y, a pesar de ser un vagabundo, tenía su dignidad.
Su segunda noche no la volvería a pasar en la calle y sabía lo que tenía que hacer. Volvió a mirar al cielo, pasaban de las once, estaba en el lugar elegido, solo debía esperar. Poco después, escuchó unos pasos y cuando vio aparecer al transeúnte, el mendigo se abalanzó sobre él, mientras le hundía una y otra vez una afilada navaja en su pecho.
Al mismo tiempo, un policía (que en ese momento estaba fumando en la puerta de su comisaría) veía estupefacto cómo el vagabundo asesinaba, delante de sus narices, a una anciana sin que él pudiera evitarlo.
El asesino no opuso resistencia al ser detenido.