Aridane y el volcán

May, mi madre, me puso de nombre Aridane en honor a mi abuelo, un guanche puro, de la dinastía Bencomo. Mi padre, Mardonio, había muerto en el mar siete días antes de mi nacimiento: había salido a pescar cuando una ola gigante lo había engullido junto a las demás chalupas del poblado. Tragedia que todavía se recuerda en el lugar.

Mi abuelo solía contarme que, en la madrugada del séptimo día de tan desafortunada pérdida, la campana de la iglesia de Fuencaliente tañó una sola vez. Relataba que los alarmados vecinos habían salido a la calle, dada la hora intempestiva que era, y especulaban entre ellos sobre quién podría ser el muerto en esa ocasión. Y era que la reciente tragedia de los pescadores aún no se había desanclado de su memoria colectiva. Todos, excepto mi abuelo, pensaron que el revoltoso y macabro viento había obligado a la campana a doblar en su honor. Comentaron: “Este viento presumido y juguetón…”, y volvieron despreocupados a sus hogares.

—¡May, despierta, Guayota nos avisa!; debemos prepararnos.

—¿Quéééé?; ¡¿estás bromeando, verdad?! —Aunque mi madre había crecido escuchando las interminables y sobrecogedoras historias de Guayota, hacía años que había dejado de creer en dioses que habitaban en las entrañas de la tierra. Pero la manera en que se había expresado, con la mirada inescrutable hacia el monte que se erigía próximo a sus propiedades, la alertó y la amedrentó por partes iguales. En silencio, junto a él, escudriñó el horizonte sin saber muy bien lo que estaba observando.

Su padre lo era todo para ella; después de la catástrofe que había acabado de sacudir su vida, no confiaba en nadie más que él para salir adelante. Estaba sola y encinta de mí; al haber perdido a su marido, lo había perdido todo. Su padre, también viudo, la había acogido sin poner un pero.

—¿Cómo lo sabes?; creía que solo era mitología guanche, papá.

—Niña, obedece: almacena víveres en la bodega y agua potable, toda la que puedas; ¡vamos, rápido! Lo de Mardonio no ha sido casualidad: Guayota se ha cobrado a sus primeras víctimas en el mar, y sigue con hambre: no van a ser las únicas. Ya está aquí, ¡apúrate!; el dios de los infiernos se acerca: lo noto bajo mis pies. Yo reforzaré las cancelas del corral; las ovejas andan inquietas: ellas también lo saben. Tú, a lo tuyo, ¡vamos, no te demores, no hay tiempo! Suerte que la casona de nuestros antepasados ha resistido todas las embestidas de Cumbre Vieja.

Como si de una señal divina se tratara, esa noche, mi madre rompió aguas; al mismo tiempo, no muy lejos de nuestra casa, una nueva montaña surgió entre temblores colosales y aterradores gemidos que acallaban a los de mi madre que pujaba, sudorosa y sanguinolenta, igual que la quejumbrosa tierra, para expulsarme de su vientre: era el volcán de San Juan.

Contaba mi abuelo que, en el momento en que una gran lengua de fuego, de más de diez metros de altura se erigía a medio kilómetro de nuestro caserío —atronadora, espeluznante y magnífica—, mi madre me alumbraba asistida por él. Toda una proeza que todavía relatan muchos aldeanos. El volcán y yo nacimos el mismo día; algunos todavía me conocen como El Hijo del San Juan.

En menos de una hora, la única colina del valle (donde continúa ubicado el caserío de la familia), quedó aislada a doscientos metros por encima de la colada de lava que la rodeaba y que seguía su parsimoniosa y lúgubre procesión hacia el mar. El material volcánico cayó sin tregua y con gran estruendo sobre la techumbre que nos cobijaba a los tres; una gran roca al rojo vivo aterrizó no muy lejos del drago de la familia, que contaba con ochocientos años de historia y aún sigue allí. De esa manera, quedamos incomunicados, rodeados de negras cenizas y de lava durante varios meses que, según me han contado, fueron interminables y dramáticos. Sobrevivimos de milagro; mi abuelo afirmaba que Guayota nos había perdonado porque lo respetábamos sin temerlo.

—Nosotros no somos dueños de la tierra que habitamos, Aridane —solía decirme el abuelo años más tarde—; estamos de prestado; no te olvides.

—Sí, abuelo.

—La Tierra nos quita, pero también nos regala; el San Juan nos ha quitado mucho: a tu padre, por ejemplo. Pero, a cambio, nos ha regalado suelo fértil y prosperidad.

Veintidós años después del nacimiento del San Juan, en mitad de la noche, un único tañido de la campana del pueblo me despertó, alarmado. Esperé a que repitiera su repique, a que tocara a muertos, pero el silencio volvió a conquistarlo todo; aunque presté atención, no conseguí escuchar el ulular del viento, ni el canto de los grillos, ni el quejido de las ovejas. El relato que mi abuelo me había contado en infinidad de ocasiones (y que yo nunca me aburría de escuchar) volvía a repetirse: un único tañido, una muerte anunciada, el demonio que regresaba para cobrarse su precio.

—¡Mamá!, ¿dónde está el abuelo? —la interrogué con apremio, consciente de que algo terrible estaba sucediendo.

—Acaba de irse al barrio de Los Canarios a ayudar: ¡Guayota ha vuelto!

—Lo sé, voy junto a él.

El abuelo nunca regresó; traté de ir en su búsqueda porque en mi corazón lo sentía vivo, pero las carreteras estaban cortadas y no conseguí avanzar ni dos kilómetros. Más tarde, dejé de sentirlo. Luego, supe que una de las enormes bolas incandescentes que el furioso volcán arrojaba sin piedad había prendido fuego a un almacén de fertilizantes. El Yayo murió cuando luchaba para extinguirlo, junto a dos vecinos más del barrio.

El volcán que nació esa noche, el Teneguía, se cobró la vida de mi abuelo, pero también nos devolvió suelos profusos: “La tierra lo es todo”, afirmaba él con frecuencia cuando los paisanos recelaban de los volcanes por sesgar vidas, por acabar con tierras de cultivo y con pueblos enteros. Sé que él habría aceptado agradecido ese trueque: su vida por tierra fértil, por el futuro de su familia, por el sustento de todos los lugareños. Me diría que la muerte forma parte de los palmeros, que vivir en Cumbre Vieja supone perder, pero también supone ganar: “Aridane, la Madre Tierra, nos hace a su semejanza: fuertes, resilientes, valientes, con la voluntad inquebrantable de empezar de nuevo, cualidades imprescindibles para prosperar en esta isla tan cambiante”, decía imperturbable.

Ahora, con setenta y dos años, la campana de la iglesia de Fuencaliente, la misma que anunció mi nacimiento, la que me avisó de la muerte del abuelo, ha vuelto a emitir un único repique. Sé que Guayota pronto vendrá a sembrar el caos, a recordarnos que nada es gratuito y que la belleza de esta tierra reside tanto en su crueldad como en su generosidad. De nuevo cambiará nuestra rutina, nos mantendrá en vilo durante quién sabe cuántos días, o meses; lo sé porque, al igual que mi abuelo, yo también lo siento bajo mis pies. Ahora vivo solo; mi madre murió hace años. Mi mujer la siguió poco después, y mis hijos… ¡ay!, mis hijos nunca han comprendido a esta cruel tierra; tampoco a mí.

—¡Aridane, viejo!, ¡tienes que salir del barrio! —Es la Guardia Civil; me apremia a gritos para que abandone esta casa.

—¡No, agente; yo no me voy de aquí! Mis ovejas me necesitan; además, el volcán surgirá más arriba. Sé cómo va esto; llevo semanas esperándolo: es el tercero de mi vida.

—¡¿El tercero?!, ¡mi madre! —exclamó sorprendido un joven agente, que no era de allí.

—Estaré bien: no se preocupen por mí; ayuden a quien lo necesite de verdad. Yo esperaré a Guayota en mi sitio; lo que tenga que ser será.

 

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