Mis recuerdos robados

Mi aldea fue fundada hace siglos por hombres y mujeres de fuertes convicciones; domaron un territorio hostil durante décadas, lo transformaron en su hogar y transmitieron, intacto, un espíritu de convivencia y de hospitalidad muy arraigado entre los que lo habitaban.

Cada atardecer, el puente de piedra que daba la bienvenida a todos los caminantes a la entrada de mi villa proyectaba su sombra sobre nuestra casa; y yo, desde mi ventana, veía cómo caía el sol mientras se escondía bajo uno de sus cinco arcos.

Siempre había pensado que aquel era el lugar más bello de la tierra, ¿y mi mayor placer? Eso lo tengo claro: salir de casa con los pies descalzos al amanecer para pisar la hierba húmeda; meterlos en las aguas congeladas del río, escuchar su alegre murmullo y el quejido de la noria que giraba sin fin empujada por la corriente. Todo eso era, para mí, una dulce melodía que nunca me cansaba de escuchar… un regalo diario. Yo era hijo, nieto y bisnieto de molinero, y tenía clara cuál era mi vocación.

El canto del gallo me despertaba cada mañana; no recuerdo haber remoloneado en la cama, pues cada día era puro deleite para mí. Con el pesado cubo de madera, acarreaba, solícito, agua del pozo que mi madre precisaba para cocinar sus exquisitas gachas. Si me esfuerzo, todavía puedo rememorar su delicioso aroma. Tras engullirlas con gran apetito, y terminadas las tareas que ella me encomendaba, volaba por las adoquinadas calles del pueblo en busca de mis mejores amigos, Perico y Laura (de mi misma edad), para continuar juntos rumbo a la iglesia. Allí subíamos a la carrera hasta el campanario; el primero que llegaba tocaba maitines, siempre con el permiso de don Ceferino, el párroco. Casi siempre era Perico el que tiraba de las maromas que hacían repicar las campanas. De esa manera, comenzaba un nuevo día; a cambio, los domingos lo ayudábamos en la sacristía y lo asistíamos como monaguillos. Y a mí me divertía, no porque me interesase el sermón, ¡qué va!, sino porque, a escondidas, le daba un trago al vino de la homilía, y don Ceferino, con su ceño fruncido, me regañaba cuando comprobaba que a la botella le faltaba un poquito cada día: “¡Felipe, que es el vino consagrado, un poco de respeto!”, con tono serio me recriminaba pero, a continuación, solía guiñarme un ojo. Don Ceferino intentaba ser estricto con nosotros, pero era un trozo de pan; por eso la vecindad lo quería tanto.

Sin dilación, seguíamos nuestro correteo a la escuela donde Doña Adela, la maestra, lo sabía todo: sabía el nombre de las todas plantas y para qué servían; el de los insectos, ¡el de todos los animales! Nos contaba historias de nuestros antepasados, de nuestras raíces y de cómo estos habían luchado en las guerras antiguas para recuperar su territorio. Nos describía cómo era la antigua Persia; relataba el origen de los indios americanos y nos enseñaba, con sus mapas, dónde estaba cada país del mundo. Yo me quedaba embelesado escuchándola; me parecía la persona más sabia que conocía. Mi pequeño universo, comparado con todo lo que nos describía, no era nada (aunque yo, aún muy niño, lo ignoraba). La clase la conformábamos doce chavales, unos más mayores que otros; doña Adela nos trataba a todos por igual y con el mismo cariño y paciencia.

Después del colegio, me dirigía al molino, donde mi padre me esperaba con varios sacos de harina bien empaquetados que tenía listos para ser repartidos entre los vecinos que, el día anterior, le habían encargado moler su trigo y su maíz. Con todos esos quehaceres, llegaba la hora de la comida y, con gran apetito, devoraba lo que mi madre había preparado: pan recién hecho, potaje con verduras de la huerta, morcillas de la matanza… a mí todo me parecía un manjar.

En las tardes de verano, los tres amigos (y si Juan, el herrero, estaba ocupado en sus cosas), a escondidas y con sigilo, le cogíamos su vieja mula y nos escapábamos a la poza que estaba al final de un sendero algo alejado, donde pasábamos buenos momentos entre juegos y risas. Sabía que habría posterior castigo por llevarnos a la bestia sin preguntar, porque Juan iba con el cuento a mi padre y este solía obligarme a cepillar a la acémila para compensar al vecino soliviantado. En el fondo, él también se reía, porque Juan era muy cómico cuando se sulfuraba, tenía una cara de bobalicón con su barba poco cuidada y sus cuatro pelos en la cabeza y empezaba a tartamudear de lo nervioso que se ponía: “¡Mi mu-mu-mu-mula está vieja, no se la pueden llevar estos rapaces!”, gritaba a mi padre cuando le intentaba sosegar.

Tres veces por semana iba a la vaquería de Paco; sus enormes vacas me fascinaban, siempre rumia que te rumia, con sus miradas curiosas y el incansable vaivén de sus rabos espantamoscas. De vez en cuando, me dejaba ordeñar a la más mansa pero, en el fondo, no me gustaba (olía muy fuerte), aunque me bebía su cremosa leche directamente de la ubre como si de un odre se tratara, y eso sí que me encantaba.

La parte trasera de casa albergaba el corral con las gallinas que, insistentes, me picoteaban las piernas cuando iba a la letrina. Eso no lo echo de menos, pero sí echo de menos el olor de la siega y el sabor del melocotón recién cogido del árbol, los bailes en la plaza y, sin duda, la noche que besé a Juana, por primera vez, en su pajar.

Un día, que prometía ser tan feliz como otro cualquiera, apareció por allí un abogado de la compañía eléctrica. Convocó a todos los vecinos y, en la misma plaza y, sin miramientos, nos comunicó la intención de expropiar el pueblo a los vecinos por un bien mayor: la construcción de un gran pantano y de una presa que iba a anegar siete municipios de la comarca, incluido el nuestro. Con una sonrisa de Judas y con absoluta tranquilidad, nos informaba que todo lo que conocíamos hasta ese instante iba a desaparecer inundado por las aguas embalsadas. En esa reunión, nos instaba a abandonar nuestros hogares, nuestros negocios, nuestras propiedades, en fin, nuestras vidas con todos los recuerdos y raíces que nos vinculaban al lugar. Nos pedía, con falsa amabilidad y con educada verborrea, que diésemos un portazo a todo lo cotidiano, con la excusa de que en la capital podríamos iniciar una nueva andadura con «mejores salidas».

Los habitantes del burgo, indignados y furiosos, no conformes con lo que ese señorito de ciudad proponía, luchamos hasta la extenuación para evitar lo que, sin saberlo, ya estaba decidido por personalidades que no tenían nada que ver con nosotros. Peleamos con uñas y dientes; pero el monstruo al que nos enfrentábamos era tan descomunal como lo iba a ser el tamaño del pantano. Pocos meses después, la compañía eléctrica, tan cortés en el pasado, llamó a nuestras puertas ignorando nuestra negativa a ceder las tierras de nuestros ancestros y nos ahogó arrasando, sin gota de compasión, nuestras cosechas. Envenenó las acequias que regaban nuestras tierras, quemó los frutales y los bosques que nos abastecían de madera para soportar los duros inviernos y dejó las casas sin luz. Llegó el día en que no pudimos más y poco a poco fuimos abandonando nuestros hogares, entre lágrimas de dolor, de rabia por la impotencia que suponía no poder hacer nada por evitar esa tragedia. Uno de los días más tristes que recuerdo de esas terribles jornadas fue cuando unos desconocidos (al parecer, empleados de la eléctrica) nos sacaron de la escuela a golpes, incluida a la maestra por haber intentado defendernos. Pasé mucho miedo.

Pero hoy, hoy volveré a caminar por sus empedradas calles; ya veo el maltrecho campanario de la iglesia, ¡ay!, cuántos recuerdos me trae. Rememoraré con nostalgia el tarareo de las mujeres en el lavadero mientras abatanaban la lana. Subiré a mi agónico puente, que veía cada mañana al levantarme, desde el que los niños más valientes nos lanzábamos a bomba y desde el que los pescadores nos recriminaban que les espantábamos a los peces. Quizá pueda asistir, por última vez, la caída del sol tras este, que tan onírica me parecía. Emularé el pan recién hecho de mi madre, trotaré sobre la mula vieja del herrero, y mi perro Flauta, compañero de travesuras, brincará a mi lado atronándome con sus ladridos de pura satisfacción. Regresaré a casa para ayudar a mi padre a reparar un aspa rota del molino, del que apenas quedarán las piedras; la rueda la usamos de combustible para calentarnos en los peores momentos, antes de nuestra marcha. Nunca llegué a ser molinero; junto a la injusticia que vivimos, esta ha sido otra gran pena con la que he lidiado toda mi existencia. Por último, me despediré al son de la música calle abajo, disfrazado con pieles de cordero y de cencerros, por las fiestas de san Sebastián, el patrón del pueblo.

Resulta irónico que el mismo río, transformado en embalse, que nos ha dado la vida durante tantos siglos, haya sido el que, al final, lo ha engullido todo y, durante más de sesenta años, se ha estado alimentando de nuestros recuerdos, ya inertes, bajo sus frías y oscuras aguas. Ahora, soy yo quien, eufórico, disfruto al comprobar cómo la gran sequía de este tiempo que nos toca vivir lo castiga sin piedad, lo amilana, lo ahuyenta y lo devuelve a su forma original.

Aunque el implacable barro lo haya despojado de su luz, aunque le falte el verde de sus frutales y el rojo de sus tejados solo quede en mis recuerdos, hoy volveré a mi aldea, ¡el lugar más bonito del mundo!

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