El día en que mi madre me dejó en aquella casona fue el más triste de mi infancia. A mis seis años,no entendía por qué me daba la espalda y, con una frialdad hasta ese momento desconocida, se alejaba a pesar de mis lacrimógenas súplicas, a pesar del desconsuelo que envolvía mi pequeño cuerpo, a pesar de mi incredulidad ante lo que me estaba sucediendo en aquella lejana tarde de otoño.
Aguedita, aquí estarás bien. Debes obedecer a todo lo que te digan los señores; a partir de ahora, este será tu hogar.
Pucheros, gimoteos, velas mocosas colgantes que ensuciaban mi cara; todo era inútil. Ni un último beso me dio. Se marchó; eso fue todo. A mi corta edad, no entendía el significado de esa palabra: hogar. No entendía nada, excepto que una mano, que no era la de ella, me sujetaba con firmeza, me impedía correr para asirme a sus grises faldas y volver a su lado junto al resto de mis hermanos. Esas fueron sus últimas palabras antes de darme la espalda, antes de desaparecer ladera abajo. Esa fue la última vez que vi a mi madre. Recuerdos lejanos y amargos que conservo de mis primeros años: la separación, el miedo, la desolación, el abandono. Recuerdos que son solo eso: recuerdos.No me hacen daño.
No te preocupes, pequeña; acompáñame, te presentaré a alguien.
Una señora con un rostro que parecía tan suave como su mano, voz tranquilizadora, una sonrisa en sus ojos (no tanto en su gesto) y un extraño acento, me conducía al interior de ese magnífico caserío, que a mí se me antojaba más como una fortaleza. A paso vivo, atravesamos pasillos con puertas cerradas a los lados, hasta que llegamos a una amplia sala amueblada con sillones de terciopelo rojo.
Ten paciencia: conocerás el resto de la casa más adelante.
Aunque yo continuaba amedrentada, sus melosas palabras me reconfortaron. Titubeé antes de entrar, pues no quería pisar una gran alfombra adornada con hermosos caballos de colores que galopaban por agostadas praderas junto a un caudaloso río. La elegante dama tiró con suavidad de mi mano, y no tuve más remedio que seguir sus pasos sobre los bellos parajes que se postraban ante mis pies. Una gran mesa de roble, presidida por dos candelabros dorados, junto con una exquisita alacena a juego y con una infinidad de cuadros que colgaban de las paredes, conformaban esaespléndida sala.
A través de un ventanal, pude ver la caída del sol y la muerte de sus últimos rayos vencidos por la penumbra que empezaba a reinar en la estancia. El ambiente era cálido gracias a dos grandes chimeneas, cada una en un extremo de la habitación, que albergaban sendos fuegos de llamas crepitantes. A pesar de mi congoja, de que las lágrimas no cesaban de brotar de mis zarcos ojos, la curiosidad pudo más que mi pena, y me detuve frente a uno de los cuadros: un río de aguas cristalinas pasaba bajo un viejo puente de un solo ojo construido con enormes piedras. En lo alto de este, una joven muchacha con el pelo larguísimo y ondulado, del color de la cebada, lanzaba la flor de un hibiscus al agua. Parecía tan real que me pareció que estaba en movimiento. Esa imagen que me hipnotizó es, desde entonces, mi preferida.
¿Te gusta?
Asentí con timidez sin pronunciar palabra.
Podrás aprender a dibujar, si tú quieres.
No respondí; continué mirando la imagen mientras seguíamos recorriendo el salón. No entendía lo que acababa de decirme; ignoraba lo que significaba dibujar.
En un butacón de grandes orejas, al lado de una de las chimeneas, nos esperaba un señor sonriente de grandes bigotes, de mirada perdida que, a pesar de su aparente cordialidad, me sobresaltó cuandolo descubrí, pues no me había percatado de su presencia hasta ese instante.
“¡Qué bien que ya estés aquí! —exclamó el hombre con alborozo—. Sé bienvenida, Águeda. —Yo me mantuve callada; de manera instintiva, busqué protección en la señora, que seguía sin soltar mi mano (quizá era yo la que no soltaba la suya). No estando mi madre, decidí que ella sería mi puerto seguro—. No tengas miedo, pequeña. En esta casa no te va a pasar nada malo; te han dejado bajo nuestra custodia para que tengas un buen futuro y la formación que tu familia no puede darte.—Seguía sin comprender lo que ese caballero de voz amable y jovial me explicaba; aunque no estaba acostumbrada a que me hablaran con tanta dulzura, no concebía qué podía ser mejor que vivir entre los míos—. Comprendo que estés asustada, ¡yo también lo estaría!, ¡¿cómo no?! A lo largo de los días, irás familiarizándote con tu nuevo hogar. Confía en mí. —Otra vez con lo del hogar…—. Verás, Águeda: me llamo Samuel, y esta bella dama es Noemí, mi esposa. Los dos nos haremos cargo de ti a partir de este instante; nuestra casa será la tuya. Igual, no te has dado cuenta, pero no puedo ver; me gustaría que, desde ahora, me ayudes a no tropezar con los muebles, ¡soy un torpe! ¿Podrás hacerlo?”.
En silencio, de manera casi imperceptible, asentí. Por raro que pareciera, esas palabras me reconfortaron, y dejé de hipar al instante. Desde luego, era mejor que esconderme para que mi padre no pudiera encontrarme. Días atrás, no me había dado tiempo a hacerlo, y me había obligadoa ir con él al pajar, donde solía hacerme daño. Por fortuna, en esa ocasión, mi madre apareció cuando iba a guardar el ganado, y lo descubrió a tiempo. Con gran ira comenzó a golpearlo con una vara y a gritarle: “¡Desgraciado, ¿qué haces?!, ¡es tu propia hija!”. Yo conseguí escapar y, pocos días después de aquel episodio, ya vivía con mi nueva familia.
De esa manera, comencé otra etapa de mi corta vida en el pazo de los David. Transcurrieron semanas hasta que conseguí adaptarme a la nueva situación; a los vestidos de alegres colores, con lazos de satén; a los zapatos; a las preciosas peinetas que adornaban mi cuidado pelo. Me fascinabala luminosa habitación que me habían preparado para mí sola, con una gran cama de suaves sábanas que olían a rosas.
El caballero, de cincuenta y dos años, y su esposa, de cuarenta y tres, me mostraban a diario el significado de la palabra hogar. Mientras ellos se ocupaban del negocio familiar, una institutriz me enseñaba modales y también a leer, a escribir y a dibujar (mi gran pasión hasta la fecha). Recuerdo las incontables tardes de invierno, sentada junto a Samuel, en que le leía los libros que él me recomendaba: Alicia en el País de las maravillas, Viaje al centro de la Tierra, Heidi, El principito… Historias de aventuras que me permitían viajar a otros universos, a cuestionarme la realidad. Lecturas que me enseñaron a pensar de manera crítica.
Cuando fui un poco más mayor, comencé a hablar en alemán, su lengua natal, algo que los hizo muy felices. Me encantaba que me hablaran de su país, de su ciudad; me relataban que provenían de una bella ciudad llamada Ratisbona. Nunca he estado, pero iré (si todo sale bien). Por tantasanécdotas que me han contado a lo largo de los años, puedo decir que casi la conozco como si hubiera nacido allí. Sin embargo, nunca me contaron la razón por la que se habían instalado en Monforte; ante esa pregunta, ambos contestaban con evasivas.
Como era muy pequeña, la nueva situación no me supuso un trauma. El dolor por el abandono de mi madre se diluyó durante los primeros meses: todo era una novedad, una novedad extraordinaria y llena de sorpresas. Pero la mayor de todas fue la de recibir un cariño ilimitado que, con mi familia de verdad, jamás había sentido. Vertieron en mí todo el amor que tenían reservado para los hijos que nunca tuvieron, y yo traté de compensárselo con cariño, con respeto y con eterno agradecimiento por cómo me han enseñado a afrontar la vida y por ser como soy.
Al cumplir los dieciocho, me involucré de lleno en el negocio familiar: la venta de carne vacuna, porque Noemí contrajo tuberculosis y, aunque consiguió curarse, nunca volvió a ser la misma. Delegó en mí sus responsabilidades en la compañía, y me convertí en la asistenta personal de Samuel y en su consejera de confianza. Afirmaba que yo tenía olfato para los negocios y visión de futuro. Así, terminé por ser su mano derecha en la empresa.
Una mañana en que trabajábamos en la confección de un contrato, me instó a que buscase un documento en el secreter del despacho. Al abrir un cajón, encontré un viejo sobre, una carta sin abrir con el matasellos de Ratisbona, dirigida a Samuel y con el nombre de una mujer como remitente: Olga Thennue. Ese hallazgo llamó mi atención. Me resultó extraño. Me la guardé en el bolsillo de la chaqueta, y me reuní de nuevo con él para continuar con lo que nos ocupaba. Más tarde, cuando se retiró a descansar después de haber comido, fui a la salita para hablar de esteasunto con Noemí; sabía que todo el correo que llegaba debía pasar por sus manos.
—¡Ah!… esa carta —expresó con voz débil, resignada—. Me había olvidado; hace ya tanto tiempo de eso… Aunque iba dirigida a Samuel, no se la entregué; llegó cuando aún vivíamos en París, a través de unos contactos que nos la trajeron desde Alemania, poco antes de venirnos aquí. Samuel acababa de sufrir el accidente de coche que lo había dejado ciego. Olga fue su amante durante unos meses, en una época en la que nosotros no estábamos bien: él quería tener hijos, y yo no quedaba embarazada. Él se derrumbó, yo me frustré… en fin, cosas que pasan. Para más inri, esta mujer era la hija de un coronel del ejército alemán que, gracias a sus súplicas, no nos delató. Pasamos meses escondidos hasta que conseguimos escapar a Francia; después de haber pasado tres años allí, nos instalamos definitivamente en Monforte. Debes entender que esa relación casi nos cuesta el matrimonio. Estuve tentada de entregársela pero, tras haberlo meditado, decidí no remover sentimientos dolorosos, y la guardé. Tenía miedo de lo que pudiera contener. Tenía miedo de que me abandonara. —Guardó silencio; miraba a través del ventanal hacia el infinito: estaba en otro escenario. Transcurridos unos minutos, continuó con su relato—: Yo tampoco la leí; el tiempo difuminó su recuerdo. Siempre pensé que debería haberla quemado, pero está claro que, al final, las cosas salen porque así debe de ser. ¿Quieres leerla?
—¿No deberíamos decírselo antes? —Sin embargo, decidí hacerlo:
Querido Samuel, te escribo para decirte que eres padre. La última vez que nos vimos, todavía no lo sabía, y después desapareciste. Ha pasado tiempo; la verdad, no pensaba contártelo. Quizá nunca llegues a leer estas líneas, pero creo que tienes derecho a saberlo. Aunque sé que ya no vives ahí, la he echado al buzón de tu casa, con la esperanza de que te llegue de algún modo.
Mi padre murió durante la caída de Berlín, y el pequeño Paulsen nació cuarenta y ocho díasdespués. No te preocupes por nosotros; vive tu vida. Haz feliz a la mujer que amas, que siempre he sabido que no era yo.
No me busques, no trates de localizar al niño: es solo mío. Reharé mi vida, buscaré un padre para él. Te deseo lo mejor. Olga.
»Y… y ahora, ¿qué hacemos? —interrogué inquieta a Noemí—. ¡Vaya dilema! No teníamos que haberla abierto.
—Pues tenemos dos opciones.
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Monforte de Lemos, 29 de octubre de 1990
Hola Paulsen:
Mi nombre es Águeda. Supongo que estarás perplejo al recibir una carta de una total desconocida. Me habría puesto en contacto contigo antes, pero me ha llevado tiempo encontrarte (cuatro años para ser exactos), la verdad: ha sido un trabajo complejo y costoso. Pero eso es lo de menos.
Te escribo para contarte la historia de Samuel David, tu verdadero padre. Sé que ya tienes uno, pero yo quiero hablarte del hombre que te engendró. Tu padre ha sabido de ti hace muy poco, cuando se lo comuniqué a raíz de una carta que descubrí doce años antes (que también te adjunto) y que su mujer, Noemí, había guardado sin entregársela. Tu padre se quedó ciego por un accidente y no podía leer. Confiaba en su esposa, y después en mí para estosmenesteres.
Encontré la misiva por casualidad; Noemí me reveló que tu madre y Samuel habían sido amantes durante la Guerra en Europa y no había querido remover viejas heridas. Al haber pasado varias décadas, pensamos que nada podía pasar si la leíamos, y así descubrimos que tú fuiste el resultado de aquella relación.
Noemí me instó a dejar las cosas como estaban; sabía que, si Samuel descubría que tenía un hijo, removería Roma con Santiago para encontrarte, en contra de los deseos de tu propia madre. Y yo, a pesar de que no estaba conforme con esa decisión, la respeté, hasta que Noemímurió en 1980. Entonces le revelé su contenido, que tenía un hijo. Samuel, aquejado de un cáncer (que se lo llevó seis años después), no tenía energía para buscarte y decidió acatar la voluntad de Olga, aunque entró en una profunda depresión que lo acompañó hasta su final. Pocos días antes de fallecer, me hizo prometer que te buscaría para decirte que él nunca te había abandonado; que, desde que había sabido de tu existencia, no había dejado de amarte.
Samuel y Noemí me adoptaron siendo muy niña y me acogieron como si fuese su hija. Para mí, eran mis padres (me arrepiento de no haberlos llamado nunca así). Me he sentido querida, y ellos han sido lo mejor que me ha pasado. Hice muchas veces de lazarillo para tu padre, pero siempre ha sido él quien me ha guiado por la senda correcta de la vida, del conocimiento, de la bondad y de la generosidad.
Me gustaría conocerte porque eres lo más cercano a un hermano que tengo; me gustaríacontarte su historia. Creo que tienes derecho a descubrir a un gran hombre, al hombre que ha sido tu padre. Estaré encantada de mostrártelo.
Tú decides.
Con cariño.
Águeda.
2 comentarios en “Descubrir al padre”
Me ha encantado el relato, primero leyéndolo, y después escuchándolo me ha entusiasmado. El audio está genial!!!!👏👏👏
Enhorabuena!
Preciosa historia, llena de emoción, me ha encantado. ¡Enhorabuena!