No es la primera vez que asisto a esta discreta pero arraigada feria del libro de Vallecas; el año pasado ya participé, aunque fue muy diferente. En primer lugar, yo no soy la misma (ya sé a lo que me enfrento); en segundo, no se celebró en unas fechas adecuadas: a mediados de julio, y con más de cuarenta grados en la calle, el público estaba más centrado en cómo combatir el inmisericorde calor, o dónde tomarse un granizado de limón, que no en pasearse en busca de un libro. Si añadimos a esta circunstancia que hacía menos de un mes se había celebrado la mastodóntica feria del libro de Madrid, no hay que correr mucho para pensar que fue un auténtico fiasco. Debe de haber momentos para cada cosa, ¿verdad?.
Este año ha sido diferente.
Antes del día de autos me encontraba tranquila, para ser sincera, no había pensado demasiado en el acontecimiento hasta que quedaban unas pocas horas para su comienzo. Como hacía muy poco que había estado en la feria de Valencia, tenía la certeza de que sería menos frenética (solo hay que comparar el número de casetas de una: dieciséis, con el de la otra: más de cien).
En efecto, el gusanillo de la inquietud y de la expectación no se instala en mi estómago hasta que salgo del metro de Puente de Vallecas y me dirijo al Jardín del Bulevar de Peña Gorbea. Es durante este trayecto, que apenas dura diez minutos, cuando las dudas e inseguridades se apoderan de mi frágil mente: ¿será como el año pasado?, ¿los asistentes tendrán suficiente interés y paciencia para dedicarme unos minutos?, ¿me comprará alguien la novela? Estas preguntas pronto obtienen respuesta.
Al llegar, lo primero que hago es buscar la caseta de la Librería Yayo, la que me acogió en la edición anterior, para saludar a Ángela, su dueña. Quería agradecerle el calor con el que me recibió, también sus consejos y sus palabras de aliento ante la poca asistencia de público de esa edición. Parecía que no había pasado el tiempo. Me desea suerte, mucho ánimo y me recuerda algunos de sus sabios recursos.
A continuación busco mi caseta, la número cinco, de la papelería JSA, en la que Javi (no consiente que le llamemos Javier) ya me espera con el cartel de «hoy firma… » en la mano. A partir de ese instante, cuando los libros ya están colocados en el mostrador, los marcapáginas expuestos de manera estratégica y un bolígrafo en mi mano, todo va rodado.
Javi, de gran ayuda, está codo con codo a mi lado invitando a todo el que pasa por delante de la caseta para que yo le cuente el argumento de La melodía recurrente, para que le explique mi forma de escribir, mis proyectos y mis actividades en las redes sociales. Como es natural, no todo el que es abordado se muestra receptivo, pero he de reconocer que muchos sí lo son, y eso me da ánimo y confianza.
El público vallecano es diferente al de Valencia. No digo ni mejor, ni peor. Yo pensaba que, al ser una feria infinitamente más pequeña, me sería más difícil conectar con los que por allí pasaban. Pronto entendí que, al no haber tanta oferta, tanto autor reclamando su atención, el estrés por querer abarcar tanta información era menor y podían dedicarme su precioso tiempo sin pensar que, quizá por atenderme a mí, podían estar perdiendo la oportunidad de conocer a otro escritor de una caseta cercana.
He descubierto, con agradable estupor, que no solo lo han hecho encantados, sino que no han mostrado ningún gesto de impaciencia por seguir su camino. Todo lo contrario, a cada una de las personas que confiaban en mí para adquirir el libro les podía dedicar suficiente tiempo para mantener una estimulante conversación y para que conocieran a la autora que hay detrás de esta modesta novela.
Es por eso que estoy exultante por haber asistido a esta feria que, como ya he recalcado, aun siendo muy discreta, la conforman grandes profesionales, que ponen todo su entusiasmo para que el barrio siga respirando cultura, y sus vecinos que, con su amabilidad, confianza y generosidad, también hacen de esta reunión anual un evento muy especial.
Por todo esto quiero dar las gracias tanto a unos como a otros.
¡Muchas gracias!